La liquidez de Palacio: la falacia de la política social
En términos generales, los programas sociales en México Solidaridad surgieron como una estrategia para contener el impacto de una serie de medidas de adelgazamiento del Estado que afectaron, sobre todo, a amplias capas de la población cuyo poder adquisitivo fue sistemáticamente erosionado con la finalidad de detener el fenómeno inflacionario de la década de los años 80.
Tras Solidaridad una estrategia de combate a la pobreza centrada en decisiones comunitarias de corte productivo y de desarrollo regional y en la confluencia de recursos procedentes de los tres órdenes de gobierno, México atestiguó la llegada de los programas sociales de transferencias condicionadas. Progresa, Oportunidades y luego Prospera, fueron las puntas de lanza de diversas administraciones -desde el sexenio de Ernesto Zedillo hasta el de Enrique Peña Nieto- para reducir la pobreza en nuestro país. Su objetivo central era el de detener la transmisión intergeneracional de la pobreza, es decir: evitar que los hijos de personas en pobreza se mantuvieran en ella, que la pobreza al nacer fuera destino.
Estos programas -que operaban de manera paralela junto con muchos otros orientados a atender diversas problemáticas migrantes, opciones productivas, alimentación, infraestructura, desarrollo de zonas de alta marginación, estancias infantiles, jornaleros agrícolas, etc., tenían una concepción distinta a Solidaridad: se fundaban en las acciones individuales familiares, esencialmente en alimentación, salud y educación, que detonaban por parte del gobierno federal una aportación económica. La idea era que individuos bien alimentados, educados y con salud tendrían las mismas oportunidades que cualquiera para ascender en los deciles del ingreso y dejar atrás el umbral de la pobreza.
Esta concepción, basada en las reflexiones de Amartya Sen, alimentó el mandato de la Ley General de Desarrollo Social, publicada en 2004. No fue un paso pequeño: la Ley reconocía la necesidad de abatir la pobreza, la definía y creaba las condiciones para medirla y estudiarla, de manera que las administraciones futuras pudieran tomar decisiones con base en la experiencia y en datos duros a la vista de todos.
La medición de la pobreza que se ha realizado desde 2008 ha dado resultados poco esperanzadores: en ese año, el 44.4% de la población mexicana estaba en situación de pobreza 49.5 millones de personas; para 2018, último año del que se dispone de datos, ese porcentaje era 41.9% equivalente a 52.4 millones de personas. La pobreza extrema ha tenido un comportamiento ligeramente distinto: 11% de la población sufría pobreza extrema en 2008 12.3 millones de personas, mientras que diez años después la cifra era de 7.4% 9.3 millones de personas.
Estos resultados parecen indicar que los programas sociales basados en transferencias monetarias no sirven para aliviar la pobreza sino sólo para contenerla. Para sacar de ella a amplias capas de la población se requieren de medidas estructurales e integrales que nuestros gobiernos pasados y presente no han tomado de manera suficiente: medidas de generación de empleo formal, salariales, fiscales, habitacionales, de planeación urbana, de salud, de ingreso básico, seguro de desempleo, protección social, de equidad de género, etc.
Hay que decir, sin embargo, que los sistemáticos reclamos de la oposición y de gobiernos subnacionales -los programas de transferencias monetarias eran federales y se aplicaban sin intermediarios o mecanismos de coordinación con autoridades estatales o municipales-, así como un trabajo serio, técnico, basado en evidencia y auditado, dieron a estos tres programas insignia una enorme solidez procedimental y altos niveles de transparencia para generar las condiciones necesarias que permitieran demostrar que no se usaban -al menos no estructuralmente- con fines electorales.
De manera paralela, la instrumentación de estos programas fortaleció la idea y la práctica en todos los órdenes de gobierno de que la atención de la pobreza es una fuente de apoyo electoral, de votos: los votos son directamente proporcionales a los apoyos otorgados. Mala cosa por distintas razones: primero, los gobiernos no tienen incentivos por acabar con la pobreza sino sólo para gestionarla. Segundo, porque parte del supuesto de que la gente que vive en pobreza vive de la necesidad y del agradecimiento, pero no de la indignación ni de la dignidad. Tercero, porque supone que el bienestar surge del poder adquisitivo individual o familiar y deja de ver el impacto del entorno seguridad pública, procuración e impartición de justicia, servicios, medio ambiente, equidad y violencia de género, corrupción, ordenamiento territorial, transporte público, etc..
La política social de la actual administración federal ha heredado del pasado todos los errores: i da dinero a individuos sin una estrategia comunitaria/regional; ii no se coordina con otros órdenes de gobierno para combatir la pobreza sino que busca cooptar para sí a la población de menores ingresos; iii ha reducido drásticamente la solidez técnica y la transparencia de la aplicación de sus programas levantamiento de cuestionarios de situación socioeconómica, padrones auditables, reglas de operación, diagnósticos, indicadores de impacto y de gestión, esquemas de evaluación, etc., y iv da por sentado que los programas de transferencias monetarias se traducen de manera causal en apoyo electoral.
A estos cuatro Jinetes del Apocalípsis de la política social hay que agregar otro, de nuevo cuño: el desmantelamiento del Estado para disponer de mayores recursos para incrementar o mantener el flujo de efectivo a beneficiarios de programas sociales durante procesos electorales. La desaparición de 109 fideicomisos públicos para obtener 68 mil millones de pesos aproximadamente lo que era el presupuesto anual del Programa Oportunidades, luego Prospera y mantener vivos los proyectos prioritarios del Poder Ejecutivo federal -entre ellos sus programas sociales-, implica abolir de tajo funciones importantes del Estado y lesionar derechos fundamentales proteger a población víctima de desastres naturales, atender la salud de las personas, garantizar el derecho a la educación, garantizar la seguridad de defensores de derechos humanos y periodistas, atenuar el impacto del cambio climático, dar concierto al desarrollo metropolitano, generar recursos para el desarrollo de municipios con actividad minera, fomentar la ciencia y la tecnología, etc.. Desafortunadamente, el gobierno federal intenta mantener una política social-electoral que la evidencia disponible ha demostrado que no saca de la pobreza a casi nadie y no genera condiciones de crecimiento local o regional.
Fuente: Animal Político
Tras Solidaridad una estrategia de combate a la pobreza centrada en decisiones comunitarias de corte productivo y de desarrollo regional y en la confluencia de recursos procedentes de los tres órdenes de gobierno, México atestiguó la llegada de los programas sociales de transferencias condicionadas. Progresa, Oportunidades y luego Prospera, fueron las puntas de lanza de diversas administraciones -desde el sexenio de Ernesto Zedillo hasta el de Enrique Peña Nieto- para reducir la pobreza en nuestro país. Su objetivo central era el de detener la transmisión intergeneracional de la pobreza, es decir: evitar que los hijos de personas en pobreza se mantuvieran en ella, que la pobreza al nacer fuera destino.
Estos programas -que operaban de manera paralela junto con muchos otros orientados a atender diversas problemáticas migrantes, opciones productivas, alimentación, infraestructura, desarrollo de zonas de alta marginación, estancias infantiles, jornaleros agrícolas, etc., tenían una concepción distinta a Solidaridad: se fundaban en las acciones individuales familiares, esencialmente en alimentación, salud y educación, que detonaban por parte del gobierno federal una aportación económica. La idea era que individuos bien alimentados, educados y con salud tendrían las mismas oportunidades que cualquiera para ascender en los deciles del ingreso y dejar atrás el umbral de la pobreza.
Esta concepción, basada en las reflexiones de Amartya Sen, alimentó el mandato de la Ley General de Desarrollo Social, publicada en 2004. No fue un paso pequeño: la Ley reconocía la necesidad de abatir la pobreza, la definía y creaba las condiciones para medirla y estudiarla, de manera que las administraciones futuras pudieran tomar decisiones con base en la experiencia y en datos duros a la vista de todos.
La medición de la pobreza que se ha realizado desde 2008 ha dado resultados poco esperanzadores: en ese año, el 44.4% de la población mexicana estaba en situación de pobreza 49.5 millones de personas; para 2018, último año del que se dispone de datos, ese porcentaje era 41.9% equivalente a 52.4 millones de personas. La pobreza extrema ha tenido un comportamiento ligeramente distinto: 11% de la población sufría pobreza extrema en 2008 12.3 millones de personas, mientras que diez años después la cifra era de 7.4% 9.3 millones de personas.
Estos resultados parecen indicar que los programas sociales basados en transferencias monetarias no sirven para aliviar la pobreza sino sólo para contenerla. Para sacar de ella a amplias capas de la población se requieren de medidas estructurales e integrales que nuestros gobiernos pasados y presente no han tomado de manera suficiente: medidas de generación de empleo formal, salariales, fiscales, habitacionales, de planeación urbana, de salud, de ingreso básico, seguro de desempleo, protección social, de equidad de género, etc.
Hay que decir, sin embargo, que los sistemáticos reclamos de la oposición y de gobiernos subnacionales -los programas de transferencias monetarias eran federales y se aplicaban sin intermediarios o mecanismos de coordinación con autoridades estatales o municipales-, así como un trabajo serio, técnico, basado en evidencia y auditado, dieron a estos tres programas insignia una enorme solidez procedimental y altos niveles de transparencia para generar las condiciones necesarias que permitieran demostrar que no se usaban -al menos no estructuralmente- con fines electorales.
De manera paralela, la instrumentación de estos programas fortaleció la idea y la práctica en todos los órdenes de gobierno de que la atención de la pobreza es una fuente de apoyo electoral, de votos: los votos son directamente proporcionales a los apoyos otorgados. Mala cosa por distintas razones: primero, los gobiernos no tienen incentivos por acabar con la pobreza sino sólo para gestionarla. Segundo, porque parte del supuesto de que la gente que vive en pobreza vive de la necesidad y del agradecimiento, pero no de la indignación ni de la dignidad. Tercero, porque supone que el bienestar surge del poder adquisitivo individual o familiar y deja de ver el impacto del entorno seguridad pública, procuración e impartición de justicia, servicios, medio ambiente, equidad y violencia de género, corrupción, ordenamiento territorial, transporte público, etc..
La política social de la actual administración federal ha heredado del pasado todos los errores: i da dinero a individuos sin una estrategia comunitaria/regional; ii no se coordina con otros órdenes de gobierno para combatir la pobreza sino que busca cooptar para sí a la población de menores ingresos; iii ha reducido drásticamente la solidez técnica y la transparencia de la aplicación de sus programas levantamiento de cuestionarios de situación socioeconómica, padrones auditables, reglas de operación, diagnósticos, indicadores de impacto y de gestión, esquemas de evaluación, etc., y iv da por sentado que los programas de transferencias monetarias se traducen de manera causal en apoyo electoral.
A estos cuatro Jinetes del Apocalípsis de la política social hay que agregar otro, de nuevo cuño: el desmantelamiento del Estado para disponer de mayores recursos para incrementar o mantener el flujo de efectivo a beneficiarios de programas sociales durante procesos electorales. La desaparición de 109 fideicomisos públicos para obtener 68 mil millones de pesos aproximadamente lo que era el presupuesto anual del Programa Oportunidades, luego Prospera y mantener vivos los proyectos prioritarios del Poder Ejecutivo federal -entre ellos sus programas sociales-, implica abolir de tajo funciones importantes del Estado y lesionar derechos fundamentales proteger a población víctima de desastres naturales, atender la salud de las personas, garantizar el derecho a la educación, garantizar la seguridad de defensores de derechos humanos y periodistas, atenuar el impacto del cambio climático, dar concierto al desarrollo metropolitano, generar recursos para el desarrollo de municipios con actividad minera, fomentar la ciencia y la tecnología, etc.. Desafortunadamente, el gobierno federal intenta mantener una política social-electoral que la evidencia disponible ha demostrado que no saca de la pobreza a casi nadie y no genera condiciones de crecimiento local o regional.
Fuente: Animal Político
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