El relato expone la profunda frustración y el dolor de Virginia Ponce y otras madres buscadoras que han estado investigando y buscando a sus seres queridos desaparecidos en México. En su regreso al rancho Izaguirre en Teuchitlán, se encuentran con un lugar que ha sido limpiado y desmantelado, convirtiéndose en un espacio que ya no refleja la realidad de lo que allí sucedió, sino que parece haber sido "maquillado" para ocultar las verdaderas evidencias de crímenes atroces.
Virginia, quien ha estado buscando a su hijo Víctor Hugo Meza durante más de cuatro años, recuerda con intensidad las visitas previas en las que encontraron prendas y objetos que documentaban la tragedia de muchas familias. Su angustia aumenta al recordar el grito desgarrador de una madre resonando en el rancho, un eco que simboliza el sufrimiento y la desesperación de quienes buscan respuestas sobre la desaparición de sus seres queridos.
Las quejas sobre esta invitación a recorrer el sitio con autorización oficial son unánimes entre las madres buscadoras. Critican la falta de atención y respeto hacia las evidencias que allí podrían existir, sintiendo que su participación ha sido utilizada como un mero espectáculo, más que como un esfuerzo genuino por resolver los casos de desaparición.
La narrativa revela no solo el dolor personal y emocional de las familias afectadas, sino también la complejidad del problema de las desapariciones en México, enmarcado en un contexto de inacción gubernamental y la lucha constante de los colectivos de búsqueda por obtener justicia y reconocimiento. La limpieza del lugar se presenta como un acto simbólico que intenta borrar el rastro de la violencia y el sufrimiento, dejando a las familias con más preguntas que respuestas.